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El trabajo cultural en Colombia merece ser reconocido

 La ministra de cultura, Angélica María Mayolo, recorre el nuevo Centro Nacional de las Artes, espacio recién inaugurado que busca dar visibilidad "al talento de las regiones".

La cultura, además de ser un derecho consagrado en el Artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), es un bien esencial para cohesionar la sociedad. Es patrimonio común que contribuye a restituir el tejido social luego de procesos de violencia prolongada. La cultura es, también, fuente de disfrute, así como una necesidad básica para el sustento de la salud física, emocional y mental, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Por estos y otros motivos ocupa un lugar central en la Agenda de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y constituye uno de los ejes transversales orientados a garantizar un desarrollo inclusivo y equitativo. Además de todo esto, que ya es mucho, si la entendemos como sector productivo, la cultura está conformada por una cadena de valor que agrupa 103 actividades económicas, según la Clasificación Industrial Internacional Uniforme (CIIU), aunque los oficios y profesiones asociadas sean muchas más. A pesar de esa profusión de actividades, se habla muy poco del trabajo cultural. De hecho en Colombia, como en tantos otros países, ni siquiera se ha incorporado ese término al lenguaje institucional.
La UNESCO habla de Economía Creativa, para referirse a la convergencia de “las artes, la cultura, el comercio y la tecnología”. En Colombia, el Gobierno del presidente Duque utiliza el término Economía naranja en consonancia con la propuesta del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Esta agrupa distintos subsectores: arte y patrimonio, industrias culturales y creaciones funcionales asociadas a la propiedad intelectual. Pese al entusiasmo con el que el Gobierno habla de esta y a los grandes esfuerzos que, reconocemos, ha hecho para incentivar la inversión privada en este sector, la Economía naranja como concepto tiene déficits y límites relacionados, entre otras, con la exclusión de diversos eslabones de la cadena del trabajo cultural, desde la formación y la creación hasta la recepción por parte del público, pasando por la formalización y la circulación. Muchos de estos eslabones son actividades precarias que sobreviven en el ámbito de la economía sumergida y que, sin embargo, son esenciales para que haya vida cultural y que, en consecuencia, la ciudadanía pueda disfrutar de ella.
La mayoría de los trabajadores culturales ha vivido y vive –ahora más que nunca, luego del confinamiento– situaciones de extrema vulnerabilidad. La intermitencia, precariedad y desvalorización económica del trabajo cultural, así como las dificultades para acceder a condiciones dignas de profesionalización y del cuidado de la vida reflejan la desigualdad estructural que hay en el sistema económico. ¿Por qué no se le otorga el mismo estatus al trabajo que realiza un profesional desde una oficina que al de una cocinera tradicional, un bailarín o una fotógrafa, un luminotécnico o un sonidista, una escritora o un editor cuando, sin embargo, necesitamos a toda la cadena valor, y su quehacer contribuye a nuestro bienestar, a nuestro deleite?
La llamada Economía naranja o Economía creativa, pese a los límites ya señalados, aporta según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) el 3% del PIB mundial; genera movimientos por valor de 2,25 billones de dólares anuales y 30 millones de empleos. En Colombia, los datos del Quinto Reporte de la Economía Naranja (2021) son similares: entre 2014 y 2020 esta también aportó el 3% al PIB nacional. Resulta tan significativa, que en la 74ª Asamblea General de las Naciones Unidas, la UNESCO declaró 2021 como el Año Internacional de la Economía Creativa para el Desarrollo Sostenible bajo la premisa de que “la creatividad es también un recurso renovable, sostenible e ilimitado que podemos encontrar en cualquier parte del mundo. Mientras nos enfrentamos a la crisis climática y a la pandemia, su potencial para impulsar un desarrollo inclusivo centrado en el ser humano nunca ha sido más relevante. La creatividad es la industria del mañana”.
Los candidatos presidenciales y el nuevo Congreso de la República deberían tomarse muy en serio esta cuestión, y aprovechar la riqueza cultural de Colombia, fuente inagotable de creatividad en este vasto territorio nacional. Las acciones del nuevo Ejecutivo y del legislativo podrían orientarse a que Colombia llegue a ser, en 2030, una potencia mundial de la diversidad artística y cultural, entre otras, a través de la internalización de las pequeñas, medianas y grandes industrias -que ya existen-, así como por medio de la profesionalización y la formalización de tantísimos emprendedorxs y gestorxs culturales que se rebuscan en todas las regiones del país. Para lograr esa meta hace falta empezar por garantizar el derecho al trabajo cultural digno en toda la cadena de valor.
Durante 2020 y 2021, a través de la plataforma “Soy Cultura”, lxs técnicxs de Fomento Regional en el Ministerio de Cultura adelantaron una sencilla caracterización de lxs trabajadorxs culturales en el país. Se registraron 90.133 personas de 33 departamentos y ciudades capitales, y 1100 municipios. Los datos recopilados confirman lo que ya sabíamos: la desigualdad y la precariedad de este sector es tan patente que, respecto al régimen pensional, por ejemplo, el 50,04% manifestó no tener ningún tipo de cobertura, mientras que el 11,08% cotiza en Colpensiones y el 21,16% está en fondos privados. El resto, que es casi un 20%, no sabe/no responde. Referente al régimen de salud, el 42,29% pertenece al régimen contributivo, siendo el 67,46% cotizante y el 32,38% beneficiario. Por su parte, el 40% tiene cobertura del SISBEN y el 16% restante no la tiene. De las 70.547 personas que manifestaron percibir ingresos por su quehacer artístico y/o cultural, únicamente el 60,5% tiene Registro Único Tributario (RUT). Y ésta es tan solo una fotografía parcial del mundo sumergido de la cultura.
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